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  San Gabriel de la Dolorosa
 

SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA

Francisco Possenti, su nombre de pila, nació en Asís-Italia el 1 de marzo de 1838, siendo el undécimo hijo.

 

San Gabriel de la Dolorosa, el 15 de agosto de 1856, mientras asistía a una procesión de la Santa Icone en la ciudad de Spoleto, donde residía, vio moverse y detenerse en él la mirada de la Virgen, y al mismo tiempo escuchó una voz misteriosa que le decía:

 

“Francisco, ¿qué haces en el mundo? Tú no has sido criado para él. Sigue tu vocación”.

 

Más adelante el Santo testimoniará:

                  

“A partir de ese momento, el mundo me parecía pesado, la Virgen había de tal manera movido mi corazón, que me sentía conquistado totalmente. A Ella debo mi resolución irrevocable”.

 

Recién entrado al convento de los padres pasionistas le escribe a su papá para consolarlo y tranquilizarlo:

 

“La alegría que disfruto dentro de estos santos muros es casi indecible. Papá créeme que te hablo con el corazón en los labios: un cuarto de hora a los pies de María, nuestra protectora y consuelo, vale más que un año de placeres y espectáculos en el mundo”.

 

Poco tiempo después de vestir el hábito religioso recordará su pasado:

 

“Mi cabeza se había atiborrado de ilusiones. ¡En qué abismo no me hubiera precipitado yo, si María que tan buena es hasta para quien no la invoca, no me hubiese llamado en la octava de la Anunciación!”.

 

Tan agradecido estaba de la Virgen que su única preocupación consistía en:

 

“Bendecir y ensalzar la mano misericordiosa de la Virgen María, que me libró de los peligros del mundo”.

 

En cualquier circunstancia siempre le preguntaba a la Virgen:

 

«Mamá mía, ¿qué debo hacer ahora? ¿Cómo debo portarme?»

 

Y cuando más se le complicaba algún asunto exclamaba:

 

«María Mamá dulcísima, yo no acierto, piénsalo Tú».

 

San Gabriel había ideado una original lotería: en una caja tenía guardado cien papeles en los cuales había escrito pensamientos alusivos a la Virgen e invitaba a todos a que las sacasen para leerlos y cumplir lo que dijesen. Él los llamaba Floretti, y eran en verdad delicadas florecillas que se complacía en presentar a su celestial Señora. Una decía:

 

«Practicar cada día siete actos de mortificación, en memoria de los siete Dolores de la Santísima Virgen»; otra: «Al comenzar cada acción renovad vuestra intención de agradar a Dios y honrar a la Stma. Virgen».

 

A su hermano Miguel le escribe:

 

“Miguel de mi corazón, AMA A MARÍA. ¿Quién más hermosa, más amable, más poderosa, que María? Si te ve al borde de un peligro, correrá a librarte; si afligido, te consolará; si enfermo, te aliviará; si necesitado, te socorrerá”.

 

Fue un apóstol insaciable de la Virgen Dolorosa. Todos los días rezaba el Stabat Mater. Aconsejaba siempre aprovechar los ratos libres para llorar con María la Pasión de su Divino Hijo:

 

“Si después de cumplir nuestros deberes podemos disponer de unos minutos, ¿dónde los emplearemos mejor que en acompañar a nuestra Madre Dolorosa en el Calvario?”.

 

A la Virgen Dolorosa le guardaba mucha devoción y confianza:

 

“La amable Virgen Dolorosa, que no sabe ver nuestras miserias sin compadecerlas nos protegerá bajo su manto y esgrimirá en nuestra defensa las siete espadas que atravesaron su amante corazón”.

 

En los momentos de temor repetía este jaculatoria:

 

“En ti Señora, he confiado; jamás seré confundido”.

 

En cierta ocasión le pregunta a su papá:

 

Y los hermanos, ¿son devotos de María?”...“Que le profesen una devoción muy tierna, pues la devoción a María es bálsamo en el dolor, escudo en la tentación y acicate para la virtud”.

 

Se sentía seguro de que la Virgen lo conduciría al cielo:

 

“Ella me conducirá al cielo; de esto no cabe duda”.

 

En la madrugada del 27 de febrero de 1862 (últimos instantes de su vida), San Gabriel pidió la estampa de la Dolorosa y el Crucifijo que siempre había llevado consigo. Se los puso sobre el pecho, mientras pronunciaba sus últimas palabras:

 

“¡Oh María, Madre mía, apresúrate!... ¡Jesús, José y María, expire en paz con vos el alma mía!”.

 

El Papa Pío X lo beatificó en 1908 y fue canonizado por Benedicto XV el 13 de mayo de 1920.

 

Verdaderamente fue un “enfermo de amor a María” y un “exagerado” como le decían sus compañeros.

 


 
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